Carta al Genio
Si acaso una conciencia individual hubiera valido para mi espíritu más de
lo que vale toda una especie, ella sería indudablemente la del Genio. Con una
tolerancia sobrehumana, una empatía sin precedentes y una voluntad sobre todo
eminente, vivió enajenado deliberadamente, como quien mucho otorga y poco
recibe, como quien no decepciona jamás, pero mucho lastiman. Y si vivió sin
ahogarse en el pretérito del tiempo, lo hizo fuera de sí: por su madre, por su
hermana, por su sobrina, por mí… ¡Pero mero baladí resultó su efímera travesía
terrenal ante todo la labor que tuvo que emprender! Entre miles de trastes
lavados y cientos de preparaciones gourmet para gentes indiferentes, entre la
fatiga del cuidado permanente del hogar y la frustración del exasperante menosprecio
humano, y entre el devenir de los días y la permanencia del sufrir, se aferró a
la idea de la cual todos, sin saberlo, nos encadenamos: que no hay escapatoria
de la monotonía, pues es producto del hábito, y que al final de cuentas quien
vive se habitúa.
La sutileza de su visita por la tierra se evidenció
ante la conciencia prima de su vejez, pues vislumbró en aquel momento la verdad
de siete décadas y media: que el extraño público celebra al maratonista solo
cuando llega primero a la meta, pero únicamente los amigos, bien cerca, le
acompañan en el antes y el durante, donde el esfuerzo es continuo y el
padecimiento físico y mental se prolonga mucho más, aunque a veces sea a menor
intensidad, y que los que sólo miran nada pueden acotar sobre su desempeño,
porque entre ignorancia y vago odio nadan sus pensamientos.
Si se me diera la oportunidad de gratificar cada una
de sus bien intencionadas acciones -es decir, la totalidad-, sin dejar ninguna
en segundo plano, no bastaría para conformar el merecido bien que su ser
implica, ni aquellas noches de desvelo en donde me prestó su oído hasta para
las más estúpidas diégesis, ni aquella ración de alimento que me ofreció cuando
el cansancio y la hambruna le atacaron más fuertemente a él que a cualquier
otro, ni aquel cariño incondicional que alguna vez creí ideal, pero que con él
se volvió real.
Sin embargo, allí yace en este instante, sobre la
camilla de una horrible habitación que quiere aparentar ser algo que no es: un instrumento
de relajación para quien está a punto de conseguir la cruda, pero real satisfacción
máxima de su alma; una suerte de acompañamiento terapéutico para quien observa
esta ridícula obra de teatro que es la existencia. Ahora su cuerpo presencia
las inmaduras reflexiones que resultan ser estas palabras, tras el día en el
que dos meses de afección de un virus ubicuo culminaron con su existir
material. Pero quienes le quisieron, a su lado perdieron el sueño, la saciedad
y el confort. Y quienes fueron indeseables -y siempre lo serán, por la
eternidad- le temieron, le evitaron o se rieron de él en el momento de mayor
sensibilidad.
Pero cuando de él se precisó, siempre estuvo, y
siempre estará: porque él también es ubicuo.
B.C.G.
Mayo del 2020
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