[ORIGINAL] Un cuento sobre la vejez, la ciencia y la pandemia

La madurez del saber en tiempos inesperados

Acariciaba delicadamente lo que alguna vez glorificó, lo que alguna vez anheló y lo que siempre resguardó en su alma: su magnífica colección bibliográfica. Se volvió nuevamente uno con aquellos extraordinarios relatos fantásticos sobre el mundo explorado en todas sus facetas, recordó con vehemencia los más de mil enunciados de sus muy variados manuales ecuménicos, y contempló con euforia las imágenes de las más vastas enciclopedias de arte clásico. Lo que más le hirió fue reencontrarse con aquellas obras médicas que antaño estudió, memorizó y, en algún futuro no muy lejano, criticó con ferocidad, pero que eran ahora un vago vestigio del fantasma de su serenidad. La herida no era realmente provocada por la nostalgia, o la melancolía, no: fue más bien por no poder acudir a ellas en el momento en dónde más lo necesitaba. Allí estaban, en una biblioteca inundada de oscuridad y polvo, pero nada contribuían ahora a la realidad en la que él se encontraba, sesenta años después de la obtención de su doctorado en epidemiología. Poco a poco, mientras iba desplazando alfabéticamente su dedo índice entre los textos de antropología, recordaba los tiempos previos a su primer salario: sus amores primigenios, sus sueños de antaño, su primera crisis emocional, sus más disparatadas aventuras adolescentes, la belleza del primer contacto con un libro, los albores más puros de aquellas mañanas de reencuentro con el mundo real, y por último, sus postrimerías juveniles, de desventura y emancipación intelectual, con las cuales aún tenía una deuda espiritual. Pero finalmente retornó a los manuales de medicina tras una rápida retrospectiva, y volvió a lamentarse de su impotencia.
En la sala contigua, aún trataban de convencerlo. Le llamaban por su nombre, le llamaban por su apellido y por su título. Le avisaban, entre cuatro o cinco personas, que era por su bien, y que era por la ley. Mientras seguían amenazándole con tumbar la entrada, el doctor continuaba reflexionando, inmerso en un mar de intrigas y pensamientos ambiguos. Imaginaba como hubiera sido todo si el colectivo científico hubiera previsto el fortuito acontecer que turbaba la mente de la gente, subrayaba la ineficacia práctica de la ciencia ante una variedad de cuestiones de la cual ella misma se creía reparadora, oía el grito de auxilio de los subyugados por la enfermedad, que denunciaban a la humanidad, a la religión y a todo saber presuntamente universal.
De pronto oyó la voz de su hija, recién llegada de la ciudad. Le suplicó, por su vida, que se entregara, que saliera tranquilamente por la puerta, que él no había hecho nada de lo cual lamentarse. Pero el doctor, ante la solemne petición de la madre de sus tres nietos, comenzó a llorar desconsoladamente. Sufría por su familia, por él mismo, por el mundo. Lloraba por su afección, por su inutilidad y por el mismo hecho de llorar. Se desmoronó hacia el suelo, mientras derribaban la puerta, que poco antes había sido atrancada por dentro. En el frente, cinco especialistas de la salud, con sus respectivos trajes antibacteriales, se anunciaron ante él, aún con lágrimas sobre sus mejillas. Su nieta, detrás del grupo médico, corrió hacia él, se tiró al suelo y le abrazó también con lluvia en el alma, y con todo el amor con el que una persona que permanecía podía abrazar a otra que se iba. Inmediatamente la apartaron de él, y sin perder el tiempo, se lo llevaron. Aquella semana sería la última en la que se vería con vida, en tiempos de crisis y resquebrajamiento mundial, al doctor más longevo y capacitado de aquel pueblo portuario.

B.C.G. 
Mayo del 2020

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